Relato de una experiencia

Crónica de una visita a la planta de tratamiento de líquidos cloacales
 
Por: Jorge Pablo Martínez
 
Hoy es viernes. El día soleado, el cielo azul -atrás quedó el frío intenso- nos interpelan sin piedad desde su universal bienestar. Nos dicen, me dicen, que hoy es un día para pensar, sentir, vivir, lo bello: “tienes que encontrarlo pues está ahí: en la simpleza del atardecer, en el aroma de una flor, en la mirada de un niño”.
Hoy es viernes 13. Acordamos encontrarnos, en la calle 132 entre 119 y 120, en una estación de servicio. Cuando estamos todos –Alejandro, Fernando e Ismael-, nos subimos a la camioneta de Fernando, y hacia allá vamos. Ingresamos –nos han abierto la puerta de ingreso- al Mercado Regional de Frutas y Verduras ubicado en Ringuelet (calles 520 y 120); recorremos la enorme playa de estacionamiento; y en el final, en su extremo izquierdo, nos están esperando Martín e Iván.
 
Nos bajamos, los saludamos, y subimos nuevamente. Nos miran unos perros y un silencioso sereno. El Peugeot 206, manejado por el Concejal Martín, en marcha adelante nuestro; más adelante la extrema indigencia; a la izquierda, a unos metros y a lo alto, las vías del ferrocarril; a la derecha, una extensión de tierra, ¿tierra?, plantas y algunos atrevidos pájaros; más allá, siempre a la derecha, un barrio nuevo con casas homogéneas; más allá, la autopista La Plata- Buenos Aires -o viceversa-.
 
Avanzamos, 100mts. tal vez, hasta donde podemos y doblamos a la derecha; a los 150mts. nos detenemos. Ahora, a nuestra izquierda, el Arroyo Del Gato que araña con fiereza. A la derecha, siempre a la derecha, una extensión de tierra  rectangular -que no es tierra-. El asombro, la perplejidad ¿éstas son las piletas de decantación?
 
A unos pasos, una pequeña construcción de material con escalones –seis o siete- cuya esencia ha sido desnaturalizada (nadie los usa para subir-bajar) por el terreno que se eleva a la misma altura de la pequeña construcción. Escalones –reflexiono- que no son pues la desidia los ha privado de su ser. Escalones que son solo signos, señales de otra cosa: anuncian el inmenso vacío de lo que no está.
 
Nos acercamos, el ruido de un líquido marrón, con sustancias que remiten al “maraño” de la infancia se ven en la pequeña construcción de material que retiene un líquido marrón en movimiento. El olor que nos rodea, nos roe, nos corroe, proclama la grosera existencia de un reino de excrementos, lamentablemente, humanos. Esquivamos, también, otros excrementos al caminar.
 
Expandimos -luego de caminar al compás del terreno y ascender un metro- la mirada: plantas; pastos secos; agua; nutrias (o ratas gigantes); pájaros; camalotes; la construcción del mercado regional a la izquierda; y, a la derecha, las casas homogéneas del nuevo barrio. Iván me propone un recorrido perimetral para ver más de lo mismo. Me niego sin decirlo. Volvemos sobre nuestros pasos y proseguimos hacia el arroyo que está a unos metros.
 
El ruido, de lo que mal llamamos agua, anuncia la existencia de un caño de plástico que escupe el inmundo líquido a la gran cloaca natural, al ¿arroyo? de mierda humana. Es la caca diluida  que pretende llegar al gran río inmóvil. Toda la mierda de la ciudad (en rigor: de Villa Elisa, City Bell, Gonnet y Ringuelet) ignorante que sabe (saber cruel), sin embargo, que la ignorancia es mejor ocultarla (Heráclito).
 
Las fotos que sacan Alejandro e Ismael intentan registrar la crueldad, la ignominia. La muerte del arroyo encubre otras muertes: de los escalones; del agua; de los peces; del oxígeno; del aire (¿qué nombre asignarle a lo que respiramos? “mierdaire” “muertaire”, “cruelaire”).  El paisaje entona la negación; negación esencial de las palabras (que no  pueden nombrar lo innombrable), de la condición humana, de la condición natural.
 
Sin embargo, el mismo sol, el mismo día, nos hablan de otro modo, nos gritan, desde el fondo tenebroso de su inmenso malestar: crueldad, fealdad, marginalidad. Las palabras ya no nombran lo que nombran o, mejor dicho, lo que intentaban nombrar. Las cosas, ciertamente, no responden a sus nombres: el aire no, el agua no, el arroyo no, la planta NO.
 
El agua hace tiempo ¿cuánto? que no está, solamente líquido marrón lleno de mierda vemos. ¿Respiramos aire? ¿Llamamos aire al olor nauseabundo que no queremos respirar? ¿Podemos denominar arroyo al cauce por donde corren los desechos, la mierda, nuestra oculta mierda?
 
Miro hacia la gran cloaca. En la otra orilla un caballo se alimenta entre los pastos que crecen entre plásticos, desechos e inmundicias. El esqueleto de un auto, otro esqueleto –de otro auto- en esta orilla. El paisaje se demora en lo que fue.
 
Regresamos por el mismo sendero de tierra y nos detenemos, dejamos los autos, frente a un portón gris de chapa cuyas hojas exhiben –insultantes- el dibujo, en color negro, de un ataúd con una cruz y una inscripción que proclama el odio hacia los policías. Detrás del portón está, me dicen, la planta de bombeo ¿de qué?
 
Vemos huellas de camiones, atmosféricos –me dicen- que descargan toda su carga de caca en unos pozos hondos, muy hondos, hasta la tristeza. Rodeamos la planta, el olor se torna insoportable. Es el d-olor de un caballo muerto, el nauseabundo olor que emana se confunde con el otro olor; y nos hunde en la desolación que provoca el desamparo de la muerte a la intemperie.
 
El cuerpo del noble animal yace ahí a nuestro alcance, pasamos –indiferentes- a unos centímetros del digno animal degradado por la muerte más cruel. Nadie pensó en enterrarlo. La crueldad no sabe de delicadezas, la fealdad no conjuga el verbo respetar, el malestar no tiene tiempo para mejorar.
 
Estamos otra vez frente a la gran cloaca que ahora recibe las aguas ¿aguas? que bajan muy turbias sin ningún tratamiento. En la otra orilla, entre la mugre, unos pibes se entretienen con una pelota. A la izquierda, las vías del tren que pasan sobre el arroyo; más allá sus márgenes deformados por los plásticos, las bolsas, los residuos.
 
Algunos de los pibes –dos-, no tan pibes, se mueven hacia nosotros. Fernando hace un comentario, Martín contesta “no pasa nada”. Se acercan, sin embargo. Volvemos sobre nuestros pasos, adelante va Iván que gira y mira hacia arriba, delimitando con su mirada (que me hace pensar en otro Iván) nuestro espacio, su espacio. El pibe mira, en silencio y con recelo, desde arriba. Iván, nos dirá después, mostrando sin arrogancia su poder, que lo conocen desde aquí hasta allá –señalando hacia el este y el oeste-. Antes Martín, nos había dicho, que no vayamos solos a este no-lugar.
 
Rodeamos, en sentido inverso a las agujas del reloj, la estación de bombeo; ahora sale el sereno que perdió un poco la serenidad; al vernos la recupera –conjeturo- e ingresa nuevamente a su lugar de trabajo. Está, me dicen, armado por los continuos robos. Nos acercamos nuevamente hacia la gran cloaca que no se ve –pero se huele- por la vegetación que crece, extrañamente altiva, en sus márgenes. Otro caño expulsa más inmundicia.
 
Antes de emprender el regreso, Martín me pregunta qué haremos. Le cuento nuestro propósito, me cuenta el suyo y concluye en la importancia de hacer algo, por diversas vías, para que esto mejore. Subraya, como la nota más importante, la presencia –nuestra presencia- de la Universidad. Pensaré, luego, en el prestigio que todavía acaricia a la sola enunciación del nombre “Universidad”.
 
Nos vamos. Comentamos, al recordar entre nosotros (los universitarios) el diálogo con Martín, la responsabilidad social que tenemos, precisamente, como universitarios. Responsabilidad social que no nos fue enseñada en nuestras aulas (vacías de conciencia social y muy llenas de conciencia ego-individual).
 
En el camino de regreso, ya en mi auto, escucho a Spinetta: “Un mañana”, oxímoron final de lo que no está. No está Luis Alberto, pero está en sus discos, en sus poemas, en sus eternas y aladas palabras. No está la planta, pero existe el horror de las palabras que no nombran, que se ocultan en un innombrable e  in-mundo paisaje de d-olor y de espanto.
 
“Un mañana” sigue sonando, pese a todo.